Salvador Giner
EL MUZAK MATA
Algunos de ustedes ya sabrán lo que es el muzak. Suele recibir el nombre de música ambiental. Es ese rumor de fondo que, previamente enlatado y distribuido a través de un cable, o “hilo musical”, se difunde por aeropuertos, autobuses, trenes, ascensores, centros comerciales, supermercados(o simples mercados), salas de espera, fábricas, vestíbulos, aeronaves, cafeterías, lavabos públicos, grandes almacenes y hasta por calles y plazas como haya fiesta de guardar o se acerque alguna. La paradoja es que sólo están libres de muzak las salas de conciertos y teatros, porque sus sonidos son incompatibles con ella. No diría lo mismo del cine: las películas mismas rebosan de su propia música de fondo.
Este insidioso invento, una de cuyas funciones principales es la de no dejarnos pensar, la de transformarnos en autómatas felices, fue ideado tiempo ha por una empresa de igual nombre, Muzak.
Con minúscula, por así decirlo, sin tener que pagar derechos de autor ni de propiedad industrial, el muzak pronto se hizo sinónimo de esa música blanda, ligera y envolvente que permea ambientes sin dar cuartel a la neurona. En algunos casos llega a remedar en forma de tonadilla alguna pieza de música genuina, hasta clásica, siempre que sea vulgarizable y degradable.
Los especialistas en reflejos condicionados insisten en que el muzak, bien administrado, incrementa la productividad de los empleados u operarios o las inclinaciones a comprar de una potencial clientela de consumidores poco ávidos. Por ello los grandes almacenes, además de ajustar su temperatura, el aire acondicionado y la distribución estratégica de las mercancías para que la gente pique más y mejor, la sumen en una atmósfera de muzak, la cual convenientemente disminuye su capacidad de discernimiento. Aceleran el ritmo del muzak en las horas de la modorra, es decir, la siesta, y también poco antes de cerrar la tienda para que, animada por un marchoso ruido que vagamente recuerda al pasodoble, la respetable ciudadanía se afane por comprar y lanzarse a la salida, no sin antes pasar por caja.
Los aviones, por su parte, nos regalan muzak en aterrizajes y despegues. Iberia, tal vez por ser, como su nombre indica, la compañía aérea de un recio pueblo, pone su muzak muy alto, no se sabe si para ensordecernos o para ahogar el ruido de los motores. Renfe amarga a quienes amamos el tren con muzak mezclados con anuncios incesantes en varios idiomas sobre la estación a la que llegaremos, bien altos. Si los combinan ustedes con las películas espantosas que suministra (auriculares, eso sí) comprenderán por qué nuestra fidelidad al mejor y más racional de los transportes, el ferrocarril, debe se tildada de heroica. Me las prometía muy felices en un reciente viaje en Euromed a Alicante para meditar, trabajar con mis papales y levantar de vez en cuando la vista para contemplar naranjales cuando Renfe – y los telefoninos, todo sea dicho- se encargaron de no darme tregua. El persistente altavoz anunciaba que el convoy tenía a disposición de los pasajeros una cabina especial para hablar cada cual con su teléfono móvil sin molestar a los demás. Vano ofrecimiento. Siempre había varios pasajeros parloteando (a voces) sobre las cosas más intimas o los costes de una operación comercial, o aconsejando la mentira que había que decirle al posible cliente. Sin abandonar el asiento. Por lo menos, por aquello de las interferencias, en los aviones prohíben el uso del telefonino.
Hubo una vez quien quiso que la autoridad suprimiera “manu militari”la funesta manía de pensar. Pobre inocente. Con muzak la cosa es posible sin violencia, ni aspavientos. Gracias a la victoriosa tecnología es posible envolver a cientos de miles, qué digo, a millones y millones de seres humanos en un ambiente meloso, empalagoso y banal en el que ninguno de ellos está en condiciones de ejercer la facultad de raciocinio por la cual define el diccionario al hombre. Ni aquella otra, la contemplación, en la que incluyo la contemplación sosegada de nuestra propia vida anímica, nuestro ensimismamiento inteligente, que también debería distinguir a la raza humana.
Esto del muzak es aún más general de lo que he indicado, pues hay quien hasta se lo pone en casa, mientras que no pocos canales de televisión ofrecen programas de una realea que parecería justo decir que dan muzak visual. La radio misma, un medio que en algunos casos puede prestarse a transmitir mensajes de calidad, abusa de musiquillas y sintonías repetitivas que son para enloquecer al más pintado. Pero al menos, como pasa con la televisión, nadie nos obliga a tenerla puesta. En cambio al muzak no escapa nadie, salvo algún anacoreta. He aquí la cuestión: mientras que puedo prender o apagar la radio o la televisión según me plazca, ante el muzak no tengo opción: tengo que oír, quiéralo o no, el sucedáneo de música que los estrategas de la publicidad, el mercadeo o la domesticación del público determinen. Claro está que la música ambiental, el muzak, no se escucha. Es un trasfondo sonoro insustancial para hacernos pasar por el tubo. ¿Qué tubo?
Esperemos que aquellos que desean escuchar el silencio, gozar del arte de la conversación, ensimismarse sin rumores enlatados, trabajar y pensar sin ritmos impuestos por zumbidos y fragores electrónicos funden pronto una asociación cívica para la protección de su integridad pensante mediante la abolición del muzak. Al fin y al cabo, al que le guste la cosa siempre puede llevarla puesta mediante cómodos auriculares individuales.